Capítulo 11.
Las
discotecas son la hostia. Estar en la pista de baile, desatado, dándolo todo,
sudando, saltando, gritando, dejándote la garganta en cada estribillo, en cada
palabra. Dejarte la paciencia esperando que te sirvan un cubata, maquinar dónde
lo dejarás cuando termines. Así estaban ellos esa noche, separados pero dentro
de la misma discoteca. Así estaban hasta que dos miradas se han cruzado entre
la gente y de repente sólo están ellos y no hay gente, no hay música, no hay
discoteca. Ha sido un segundo, pero ¡qué eternidad! Ella decide que no puede dejarlo
pasar, él decide que no quiere desaparecer. Ahí acaban, muy juntos, bailando
sin bailar, pegado el uno al otro. Sus ganas y el alcohol hacen el resto. La
mano de él rodeando su cintura, la boca de ella en su cuello. Ella suspira, él
aprieta. Movimientos lentos que insinúan. Hasta que ella suelta “follarte se me
quedaría corto”. La única respuesta que obtiene es un tirón y un grito “vamos
fuera”. Hace frío, pero frío, frío. Pero ellos no lo sienten porque no pueden
dejar de reírse, de abrazarse y de besarse, de mirarse como ellos se miran. Esta
noche no van a acabar juntos en la cama, ni dormirán juntos, ni follarán, pero
no importa porque entre ellos la prisa y el agobio no existen. El beso del
final esta vez es algo más público y sin vergüenza, cómo la vida misma, como
ellos mismos.
M.
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